66. DIEGO VELÁZQUEZ, UN PÁJARO SOLITARIO EN LA CORTE DE FELIPE IV

En sus «Dichos de luz y amor», san Juan de la Cruz define las condiciones del pájaro solitario: al volar, se va a lo más alto; no tiene un determinado color; canta suavemente. Estas condiciones se han aplicado correctamente al modesto genio de Diego Rodríguez de Silva y Velázquez (1599-1660). Nació en Sevilla un año después de la muerte de Felipe II y murió un año después de firmarse la Paz de los Pirineos, en la que España transfirió prácticamente la hegemonía sobre Europa a Francia. Así, vio caer a su país de la máxima gloria a una humillante decadencia. El gran pintor pasó los últimos cuarenta años de su vida en la corte de Felipe IV como su protegido y amigo. Había sido apoyado y presentado al rey por el conde-duque de Olivares, quien promovía la presencia de sus paisanos sevillanos en el séquito real. Velázquez llevó una vida aparentemente escasa en incidentes. Muy joven, desposó a Juana, la hija de su maestro Francisco Pacheco, con quien permaneció felizmente casado hasta el final. Una vez en Madrid apenas se movió de la Corte, con excepción de dos viajes que hizo a Italia, en 1630 y 1649. Anteriormente, había tenido un encuentro significativo en Madrid con el famoso pintor y diplomático Peter Paul Rubens. Se convirtió en el gran artista que fue gracias a la formación pictórica y cultural de su juventud en Sevilla, las enseñanzas de Rubens y el profundo conocimiento de la pintura italiana, en la que Tintoretto y Tiziano fueron sus principales influencias.

Se conocen otros datos sobre Velázquez, pero han sido reducidos al mínimo con el fin de realzar su genio como artista. Una vez admitido en la Corte, fue escalando de manera constante en su compleja jerarquía: primero como pintor del rey y la familia real, y luego como burócrata con importantes funciones en la casa real, como decorador, organizador de eventos de protocolo y comprador de obras de arte para el monarca. Debió de ser ambicioso y hábil en el arte de la sabiduría mundana. De lo contrario sería difícil entender su progreso en una atmósfera llena de tanta intriga y mezquindad. Desde luego, gozaba de la confianza del rey. Felipe IV tenía un asiento reservado en el estudio del pintor y lo visitaba casi a diario para verlo pintar y para disfrutar de su conversación. Pero también debe haber sufrido los muchos obstáculos puestos en su camino por colegas envidiosos y por los nobles de la burocracia real. Había solicitado ser miembro de la importante orden de Santiago y se había encontrado con grandes dificultades para obtenerlo, a pesar del apoyo del rey. Tuvo que inventar excusas: primero, fingir que pintaba para la diversión de la monarca y no como pintor profesional, lo que podía ser considerado una tarea servil; segundo, que no era un oficial del ejército, una condición que se requería para entrar en una orden militar; tercero, que sus orígenes estaban en Portugal y los portugueses eran vistos con hostilidad después de que declararon la independencia en 1640. Por otra parte, las autoridades de la Orden le exigían que demostrara que no había rastro de judaísmo en su sangre. Una prueba negativa que es, por naturaleza, imposible, como los jurisconsultos romanos sabían muy bien cuando la definieron como la «probatio diabolica», la prueba del diablo.

El arte de Velázquez ha dado amplio margen para la interpretación, tanto por los críticos de arte como por los filósofos. Comenzó en Sevilla bajo la influencia de Caravaggio y sus pinturas tempranas, como las de Juan de Ribera, están llenas de contrastes de luz y sombra. En Madrid, moderó su estilo cuando comenzó a trabajar como retratista de los ricos y los poderosos. Se convirtió en el verdadero Velázquez bajo la influencia de Rubens y los maestros italianos. Abandonó la representación de un mundo de «esencias» y fijó sus ojos prodigiosos en los hechos mismos. Ortega y Gasset señaló que el maestro no pintaba objetos o personas, sino más bien una realidad compuesta de apariciones instantáneas, una fantasmagoría. Perdían la corporalidad de la representación clásica y parecían flotar en la luz. Contrastan fuertemente con las pinturas de Zurbarán y Murillo, dos contemporáneos suyos, también de Sevilla. Zurbarán pintó con un amor piadoso hacia los objetos, normalmente cosas simples e insignificantes que representa con exacta reverencia. Murillo describió un mundo celestial de belleza ideal donde ángeles y vírgenes parecen flotar en el cielo. Lo que Velázquez nos ofrece es una adhesión absoluta a la verdad de la naturaleza, vista desde la distancia y representada con sutiles toques de luz.

En su obra maestra «Las Meninas», Velázquez pintó su propio autorretrato. Quería estar presente en una escena de la vida de la realeza: una amplia habitación donde él mismo aparece pintando el retrato de la pareja real. Si se fijan bien, apenas verán al rey y la reina a través de su vaga imagen en un espejo. El pintor se encuentra en un plano medio desde el que observa atentamente a sus modelos, que están «detrás de la cámara», por así decirlo. En primer plano, con luz clara, una hermosa princesa reluce asistida por las damas de la corte, junto con un enano y un perro. Velázquez pintó a esta infanta Margarita Teresa muchas veces. En el Kunsthistorisches Museum de Viena se puede admirar el que para mí es el retrato más bello que Velázquez jamás logró. La princesa aparece con una túnica de color rosa, con un abanico en la mano izquierda. Su expresión, en esta y en otras versiones pintadas por Velázquez, es dulce, paciente y seria al mismo tiempo. Ella tenía cinco años en el momento en que el maestro pintó Las Meninas (1556). Era, obviamente, la alegría del rey y la reina, a quien acompaña durante la sesión oficial de la pintura.

La princesa debió de ser también un grato consuelo para don Diego en sus años de madurez. Se retrató a sí mismo con una expresión de concentración y gravedad. Puede que estuviera meditando sobre su larga vida, en la que fue capaz de mantener el equilibrio y la nobleza de su carácter, incluso una distancia orgullosa en medio de una corte donde el vicio y la corrupción eran rampantes. A pesar de la cara impasible con la que el Rey aparece en otros retratos, era ardiente y sensual, gozaba dando lujosos banquetes y bailes con el fin de ofrecer una imagen de opulencia en una corte donde a veces no había suficiente comida para la familia real, en un país empobrecido por la despoblación, las constantes guerras y las catástrofes naturales. Por dar sólo un ejemplo: en 1624 el rey viajó a las posesiones del duque de Medina-Sidonia en Andalucía acompañado de 16.000 cortesanos y servidores; cazaron y celebraron fiestas allí durante dos semanas. Felipe, según se cuenta, engendró 36 hijos con sus amantes y once con sus dos esposas, hasta que finalmente, cuando tenía 52 años, le nació un hijo, que reinaría como Carlos II. Todos estos excesos comenzaron a disminuir en sus últimos años. En 1643 conoció a una piadosa monja, sor María de Agreda, la abadesa de un convento en el que se exigían estrictamente la obediencia y la virtud, algo sin duda excepcional. Impresionado por su santidad, el rey comenzó a mantener una correspondencia semanal con ella, arrepintiéndose gradualmente de sus numerosos pecados y aterrorizado como un demente por la muerte y la condenación.

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