15. LA CONSISTENTE NEUTRALIDAD DE LA ESPAÑA CONTEMPORÁNEA

Para el observador extranjero, la historia de España puede dar la impresión de ser una paradoja enigmática. Le sorprenderá ver cómo, tras haber dominado prácticamente el mundo como principal imperio de Europa, América y Asia, se mantuvo apartada y neutral en todos los conflictos que enfrentaron a las potencias europeas desde 1815. ¿Cómo se puede explicar una ausencia tan sorprendente? El historiador español José María Jover ha propuesto la siguiente explicación: revisando detenidamente la historia de Europa desde las guerras napoleónicas, encontraremos que cada gran confrontación bélica internacional coincide en el tiempo con alguna grave crisis en la ajetreada historia de la España del siglo XIX. Esos problemas, la mayoría internos, fueron causados por la ruptura de la continuidad del Estado causada por la invasión francesa de 1808. Tuvieron como consecuencia que España se mantuviera absorbida y polarizada en torno a tales perturbaciones, a las que se dió prioridad absoluta sobre cualquier conflicto externo. Vale la pena examinar estas historias paralelas.

En la Segunda Guerra Mundial, España fue oficialmente neutral. Absolutamente empobrecida por la reciente guerra civil de 1936- 1939, no podía permitirse intervenir o aceptar las condiciones que Hitler intentó imponer para su participación. La neutralidad de España, sin embargo, era de alguna manera inconsistente. Al principio, las simpatías del régimen eran del todo favorables a Alemania e Italia, por razones ideológicas obvias. Más tarde, la neutralidad fue reafirmada oficialmente pero se transformó en una abstención prudente cuando la victoria de los poderes del Eje dejó de ser creíble. En todo caso, era un estado de neutralidad decidido para España únicamente por Franco, sin ninguna oposición.

La situación en 1914-1918 había sido muy diferente. La neutralidad de España en la Primera Guerra Mundial fue declarada desde el inicio de las hostilidades y se mantuvo hasta el final del conflicto. Esta vez, España actuó de acuerdo a los requerimientos de la demo cracia: el gobierno no podía decidir por sí solo. El presidente en aquel momento, Eduardo Dato, explicó los dos obstáculos fundamentales para la participación en la guerra: hacerlo, dijo, “arruinaría a la nación y encendería una guerra civil”. En cuanto a lo primero, la nación ya estaba arruinada: los medios económicos y militares eran ciertamente pobres en un país que había sido obligado a enviar a la mitad de sus militares a Marruecos para combatir en batallas que duraron hasta 1921. Pero la política de neutralidad del gobierno tenía además causas políticas profundas, y ello explica por qué fue aceptada unánimemente por el pueblo y las fuerzas políticas. La opinión pública estaba claramente dividida en línea con la eterna confrontación entre la derecha y la izquierda: los tradicionalistas tomaron partido por los alemanes, los liberales por los aliados. Los problemas sociales a los que se estaba enfrentando España en aquella época de huelgas en el Norte y anarquía en Andalucía, eran suficientemente serios como para explicar la determinación de España de quedar fuera de un conflicto en el que no creía estuviera en juego ningún interés vital suyo. Afortunadamente, ninguna de las potencias beligerantes buscó la participación de una España frágil y dividida.

Razones similares aconsejaron a España a permanecer neutral en los dos conflictos más importantes que tuvieron lugar en Europa antes de la Primera Guerra Mundial. La guerra franco-prusiana de 1870-71 sorprendió a España sumida en el “sexenio democrático” que se había iniciado a raíz de la revolución “gloriosa” de 1868. La primacía de la situación interna era aquí tan clara como en 1914. El país era pobre y el régimen era utópico y pacifista, por lo tanto ideológicamente opuesto a involucrar a España en una guerra en la que se enfrentaban dos monarquías autoritarias. Por otro lado, España tenía ya bastantes dificultades de las que ocuparse: se había iniciado una insurrección en Cuba que duró una década (1868-1878) y la tercera guerra “Carlista” (1872-1876) había obligado al gobierno a concentrar los escasos recursos militares disponibles en el País Vasco (1872-1876). Por último, era fuente de gran inestabilidad la revolución separatista de los cantones que culminó en la efímera Primera República federalista de 1873.

La guerra de Crimea de 1856-1857 también fue una guerra europea de la que España se mantuvo distante por razones similares. En ella, los británicos y los franceses lucharon del lado del Imperio Otomano para impedir a Rusia ganar acceso libre, a través de los estrechos turcos, a un Mediterráneo dominado por Gran Bretaña. El conflicto estaba lejos de ser una prioridad para los intereses de España, que consistían más que nunca en la preservación de sus colonias marginales en América y Asia y en la protección de la frontera sur de la península. Una guerra algo aventurera en Marruecos, además, estaba concentrando entonces todos los esfuerzos del gobierno revolucionario del general O’Donnell.

No ha sido infrecuente hablar del “secular aislamiento de España”. Este cliché fué familiar tras la guerra civil de 1936-1939 cuando España estaba efectivamente aislada del mundo. Los que lo usaban pretendían acaso ocultar el inicial rechazo del régimen de Franco por las potencias europeas, haciendo creer que tal aislamiento había comenzado mucho tiempo antes, siglos incluso. Para mí es claro que un tal aislamiento no había existido nunca, aunque es verdad que España había aceptado resignadamente un papel secundario y una posición marginal en un continente en el que el centro de gravedad se había desplazado al centro geográfico, a las llamadas “potencias centrales”. Incluso privada de la mayor parte de sus colonias, España siguió siendo una potencia mundial hasta 1898. En tales circunstancias, ¿cómo podía estar aislada?

Muchas situaciones podrían ejemplificar la intensa interrelación de España con su entorno europeo. Me limitaré a mencionar la conexión europea de la “gloriosa revolución” de 1868. El nuevo régimen resultante era revolucionario y expulsó a la dinastía borbónica, pero su constitución de 1869 era monárquica y ello obligaba a España a buscar un rey entre las familias reinantes, por supuesto de Europa. El elegido, Amadeo de Saboya, llegó en 1870 causando la irritación del canciller alemán Bismarck, quien había ofrecido un príncipe alemán como candidato. Cansado de verse envuelto en las incesantes intrigas de las facciones políticas enfrentadas en Madrid, Amadeo se refugió en la Embajada de Italia y abandonó el país en 1872.

Otro ejemplo interesante sería el dilema europeo que tuvo que resolver el rey Alfonso XIII (1882-1941) al enfrentarse a un continente dividido entre la liberal “Entente Cordiale” (Francia-Reino Unido) y la triple alianza (Alemania-Austria e Italia). Su madre, que había sido la reina regente durante su menor edad, era la imponente archiduquesa austriaca María Cristina de Habsburgo y Lorena. Su esposa, la encantadora princesa inglesa Ena (Victoria Eugenia) de Battenberg. Alfonso, un rey-soldado de la vieja escuela europea de monarcas, intervenía con gusto en política y escogió inclinarse del lado británico. No sólo por razones personales: tenía también que proteger los intereses de España en Marruecos. Había perdido Cuba y las Filipinas ante la pasividad de Bismarck y las potencias centrales. Desde entonces, la frontera sur, Gibraltar, Canarias y Marruecos serían la mayor preocupación de la humillada y resentida antigua gran potencia.

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